Ninguna vida es libre de dolor. A veces pensamos
que alguien vive sin problemas, pero al conocerlo mejor, descubrimos
que también enfrenta la enfermedad, los problemas familiares o
la muerte de algún ser querido. El sufrimiento es algo que todos conocemos.
¿Cómo respondemos al
sufrimiento? Los que somos creyentes seguramente diríamos que nuestra primera
respuesta debe ser la oración. Esto es verdad. Dios nos llama a orar. Pero
¿alguna vez has tenido la experiencia de orar, y no recibir ninguna respuesta?
A veces parece que Dios está en silencio frente a nuestros ruegos.
En este día vamos a
meditar en el sufrimiento y el silencio de Dios.
Abramos juntos la Biblia en el Salmos 22, y leamos los versos 1 al 11, para empezar:
1 Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y
de las palabras de mi clamor? 2 Dios mío, clamo de día, y no respondes; Y de
noche, y no hay para mí reposo. 3 Pero tú eres santo, Tú que habitas entre
las alabanzas de Israel.
4 En ti esperaron
nuestros padres; Esperaron, y tú los libraste. 5 Clamaron a ti, y fueron
librados; Confiaron en ti, y no fueron avergonzados. 6 Mas yo soy gusano, y
no hombre; Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. 7 Todos los que
me ven me escarnecen; Estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: 8 Se
encomendó a Jehová; líbrele él; Sálvele, puesto que en él se complacía.
9 Pero tú eres el que
me sacó del vientre; El que me hizo estar confiado desde que estaba a los
pechos de mi madre. 10 Sobre ti fui echado desde antes de nacer; Desde el
vientre de mi madre, tú eres mi Dios. 11 No te alejes de mí, porque la
angustia está cerca; Porque No hay quien ayude.
El rey David, autor de
este salmo, expresa una conversación consigo mismo, un diálogo interno. ¿Alguna
vez te has sentido así? ¿Has estado entre dos opciones, viendo primero una y
luego otra? Esta era su situación. Sentía que Dios lo había abandonado.
Al mismo tiempo, se
acordaba de las cosas grandes que Dios había hecho en el pasado. Se acordaba de
los milagros que Dios había hecho al sacar a su pueblo de Egipto. Se acordaba
del maná en el desierto, y las murallas de Jericó. Decía: Con buena razón te alabaron
nuestros padres; pero ahora, ¿dónde estás? El clamaba a Dios, pidiéndole
socorro. Su voz no se callaba. Él no estaba en silencio, ¡pero Dios sí! David
no veía ninguna respuesta a su oración.
Y sin embargo, él seguía
clamando. Todo este salmo es una oración, un clamor a Dios. Frente al aparente
silencio de Dios, David no dejó de hablarle. Aunque se sentía totalmente abandonado,
aunque parecía que Dios lo ignoraba por completo, David no dejaba de orar.
Es en estos momentos que
la oración se vuelve más auténtica. Llevemos esto en nuestro corazón: frente al
dolor y el silencio de Dios, tenemos que seguirle hablando. No podemos
conformarnos con pedirle ayuda una vez a Dios, y darle la espalda cuando parece
que no responde.
Es en estos momentos que
nuestra fe se fortalece, pero sólo si no dejamos de buscar a Dios. Hay algo que
a veces no comprendemos. Podemos expresarle con sinceridad a Dios nuestros sentimientos.
¿Habrá sido cierto que Dios había abandonado a David en este momento? ¿Sería
verdad que estaba lejos de él? No, no era cierto; pero era lo que David sentía,
y también sentía la confianza de expresarle a Dios sus sentimientos.
No tengas miedo de
expresarle a Dios lo que sientes. En los momentos de dolor, el error que
cometemos es dejarle de hablar, porque no queremos ofenderle. Este salmo nos
enseña que no debemos dejar de hablar con Dios, sino que podemos sentir la libertad
de expresarle nuestros sentimientos.
Sigamos leyendo ahora los
versos 12 al 21:
12 Me han rodeado muchos toros; Fuertes toros de
Basán me han Cercado. 13 Abrieron sobre mí su boca Como león
rapaz y rugiente. 14 He sido derramado como aguas, Y todos mis huesos se descoyuntaron;
Mi corazón fue como cera, Derritiéndose en medio de mis entrañas. 15 Como un
tiesto se secó mi vigor, Y mi lengua se pegó a mi paladar, Y me has puesto en
el polvo de la muerte.
16 Porque perros me han rodeado; Me ha cercado
cuadrilla de malignos; Horadaron mis manos y mis pies. 17 Contar puedo todos
mis huesos; Entre tanto, ellos me miran y me observan. 18 Repartieron entre
sí mis vestidos, Y sobre mi ropa echaron suertes. 19 Mas tú, Jehová, no te
alejes; Fortaleza mía, apresúrate a socorrerme. 20 Libra de la espada mi
alma, Del poder del perro mi vida. 21 Sálvame de la boca del león, Y líbrame
de los cuernos de los búfalos
Si hemos llegado al punto
de desesperación que enfrentaba David, podemos comprender sus palabras.
Nuestros problemas y nuestros enemigos son como fuertes toros, bien
alimentados, que nos amenazan con sus cuernos y nos dejan sin escapatoria.
Como leones, rugen y
abren la boca para mostrarnos sus colmillos. El temor nos quita toda fuerza; es
como si nuestro corazón se derritiera. No podemos responder a los ataques. Por la
preocupación y la aflicción, hemos enflaquecido tanto que podemos contar
nuestros huesos. En lugar de compadecerse, la gente se burla y se aprovecha de
nuestra situación.
Si hemos llegado al colmo
del dolor y hemos sentido el silencio de Dios, podemos entender las palabras de
David. Las hemos vivido. Pero aun en medio del dolor, él sabe que Dios lo está llamando
a confiar en Él. Es por esto que no le deja de hablar; aunque se siente totalmente
abandonado y desahuciado, viene a su memoria también la verdad que ha conocido
de Dios.
Ya hemos visto que
recuerda las grandes obras de Dios en el pasado. También se acuerda de su
historia personal con Dios. Los versos 9 al 11 describen su conciencia de haber
sido formado por Dios, de haber sido cuidado por El desde su niñez. Si Dios ha tenido
propósitos para tu vida desde que eras pequeño, Él no te abandonará ahora.
También en los versos 19
al 21 expresa su confianza en Dios. Después de describir completamente sus
sufrimientos, respira profundo y declara su esperanza en el Señor. Cuando te encuentras
en el dolor y has llorado y te has desahogado, llega ese momento en el que te
rindes y le dices al Señor: No sé qué va a pasar, pero espero en ti. David
llegó a ese punto, y su fe se afirmó.
Leamos los versos 22 al
31 para ver hasta dónde llega a confiar en el Señor.
22 Anunciaré tu nombre a mis hermanos; En medio de
la congregación te alabaré. 23 Los que teméis a Jehová, alabadle;
Glorificadle, descendencia toda de Jacob, Y temedle vosotros, descendencia toda
de Israel. 24 Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, Ni
de él escondió su rostro; Sino que cuando clamó a él, le oyó. 25 De ti será
mi alabanza en la gran congregación; Mis votos pagaré delante de los que le
temen. 26 Comerán los humildes, y serán saciados; Alabarán a Jehová los que
le buscan; Vivirá vuestro corazón para siempre. 27 Se acordarán, y se volverán
a Jehová todos los confines de la tierra, Y todas las familias de las naciones
adorarán delante de ti. 28 Porque de Jehová es el reino, Y él regirá las
naciones. 29 Comerán y adorarán todos los poderosos de la tierra; Se postrarán
delante de él todos los que descienden al polvo, Aun el que no puede conservar
la vida a su propia alma. 30 La posteridad le servirá; Esto será contado de
Jehová hasta la postrera generación. 31 Vendrán, y anunciarán su justicia; A
pueblo no nacido aún, anunciarán que él hizo esto.
Cuando confiamos en el
Señor, podemos tener la seguridad de que le alabaremos, porque El no ignora
nuestros sufrimientos. Podemos estar seguros también de que su gloria alcanzará
a todas las naciones. Podemos incluso saber que generaciones futuras lo alabarán,
porque Él siempre es fiel.
La segunda cosa
importante que quiero que nos llevemos de este salmo es lo siguiente: Dios nos
llama a confiar en Él. Aun en medio de la desesperación, después de expresarle
al Señor nuestros sentimientos, ¡recordemos con quién estamos hablando! Aunque
nuestra fe sea tenue, sigamos confiando en el Señor.
Hasta aquí, hemos visto
en este salmo un ejemplo a seguir. David, como nosotros, sufrió por sí mismo.
Cuando nosotros sufrimos, podemos aprender de él. Sin embargo, este salmo también
habla del sufrimiento de Otro. Este no sufrió por sí mismo, sino que sufrió por
nosotros.
Cuando Jesús colgaba en
la cruz, El citó el primer verso de este salmo. Dijo: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46).
Es importante comprender
algo. En los días de Jesús, los salmos y otras obras de la literatura muchas
veces se conocían por su primera frase. Por lo tanto, cuando Jesús cita el
primer verso de este salmo, Él se refiere al salmo entero.
De esta manera, todo este
salmo se convierte en una profecía de la obra salvadora de Jesús. Él fue
separado del Padre, el Dios que hizo grandes obras para liberación de su
pueblo. ¡Lo increíble es que, con esta separación, Él logró la mayor liberación!
Clamó al Padre, separado de El por nuestro pecado, y la única respuesta fue el
silencio.
Si recorremos el salmo,
nos damos cuenta de las formas en que concuerda perfectamente con la
experiencia de Jesucristo. La gente se burlaba de Él y de su confianza en el
Señor, como lo registran los versos 6 al 8. Sin embargo, El - como nadie más - había sido dedicado a
Dios desde el vientre de su madre, como lo dicen los versos 9 y 10.
Los versos 12 al 18
describen la muerte en la cruz: los fuertes soldados que rodearon a Jesús y lo
clavaron en la cruz, el cansancio y la sed que vienen de colgar bajo el sol
abrasador, el hecho de que ninguno de sus huesos fue quebrado y los podía contar
todos, la gente que lo miraba, ¡hasta la manera en que echaron suertes sobre su
ropa!
Y aun así, Cristo expresó
su confianza en el Señor, tal como lo dicen los versos 19 al 21. Cuando murió,
dijo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lucas 23:46).
Aunque se sentía abandonado por el Padre, y aunque el pecado nuestro que El cargaba
en ese momento lo separaba del Padre, Él sabía que esto no sería el final de la
historia.
¡Así fue! El proclamó el
nombre del Señor a sus hermanos, los discípulos, como lo declara el verso 22.
Por la predicación de su evangelio, todos los confines de la tierra se vuelven
al Señor, como lo declara el verso 27. Muchas generaciones han llegado a creer
en el Señor gracias a Él, como lo declaran los versos 30 y 31.
En todo esto vemos que
Dios vino a nosotros para redimirnos por medio de su sufrimiento. Jesús, el
Hijo de Dios, bebió el trago más amargo del sufrimiento hasta la última gota, y
lo hizo para que nosotros pudiéramos tener esperanza. Frente a nuestro sufrimiento,
podemos tener esperanza porque Él nos ha rescatado para una vida mejor.
No servimos a un Dios que
se ha mantenido lejos de nuestro sufrimiento, un Dios que realmente está en
silencio. Servimos a un Dios que se hizo uno de nosotros, y que sufrió en carne
propia en la persona de su Hijo el silencio de la muerte. Todo esto fue para
que nosotros pudiéramos tener vida y escuchar su voz romper el silencio de
nuestra soledad.
La respuesta final a
nuestro sufrimiento es Jesucristo. No porque Él lo explica, sino porque Él
lo comparte. Al compartir nuestro sufrimiento, nos ofrece una vida mejor. Por
esto, si tú en este día enfrentas el
aparente silencio de Dios, no dejes de mirar hacia Jesucristo. Él es la Palabra
de Dios que rompe el silencio.
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